Cuenta la leyenda que erase una vez que era una apartada aldehuela izada en un lugar tan, tan lejano donde la memoria no toma retiro y donde el silencio danza con sumo sigilo que ni los tambores más atronadores, ni la algarabía más fragorosa, ni tan siquiera los truenos más despiadados jamás lograron darle caza marcando, así pues, cada milésima de instante que sucumben uno tras del otro.
Empero acontece un lance cada anualidad en el lapso de la festividad de ofrendas expiatorias, justo en el trance cuando el fulgor de la claridad se atavía bruno en cada recóndito rincón se presta oídos el suspirar del crujir de un arco arrullando las cuerdas de un ajado y vetusto cello que recita una deleitosa melodía rompiendo el reinante sosiego en miles de añicos cubriendo el manto celeste en una vereda de belleza sin parangón y sin que el saber halle explicación posible.
Y en cuanto las notas más delicadas repiquetean con brío sale a pasear el alado dios Eros con el deseo de acunar y mimar cada fragmento tornándose a su paso en su mayor resplandor con el designio de que los amantes banqueteados por el padecimiento del pérfido desamor alcancen a ver las estrellas de la vía para que así brote en sus corazones una yedra de hojas frescas que dentro de sus frutos se gesta una nueva ilusión.