En algunas ocasiones, juguetea distraídamente a enredar los dedos de por medio del maleable elástico que aún resiste a dar forma al raído coletero que acostumbra a acomodar en su muñeca, para poco después estilarlo todo lo que puede y soltarlo en una calculada sacudida justo en el reverso de la misma confeccionado en un movimiento presuroso inapreciable de no ser por el estremecimiento que prorrumpe sus contenidas ganas de llorar.
Y en idénticas ocasiones, desea con toda su alma beneficiarse de una goma de borrar mágica para desvanecer su propio rastro por ser incapaz de experimentar una mínima emoción que enloquezca su pasión y no saber corresponder entregando poco más de lo considerado.
A pesar de ofrendar honestidad, se advierte irreparable por permitir el vasto saqueo y le es impracticable contemplar irritada la agradecida conformidad a sus desinteresadas migajas que acertadamente adjudica, quizá, porque aprendió que la maldad a menudo es cuestión de interpretaciones pero que sin embargo el dolor no. El dolor es la única verdad que nos alcanza a todos por igual sin misericordiosa indulgencia.
Demasiado tiempo hace ya que digirió la nostalgia de su soledad sin más pretensión que aguantar a que un océano salvaje aniquile lo parvo que queda de su existencia arrasando su menuda heredad de incólumes recuerdos como si de hojas muertas se tratasen.
Solo porque por ahora se obligue a dejar todo tal como está no significa que no exista el edén en el que ansíe desaparecer.
Juguetea distraídamente a enredar los dedos de por medio del maleable elástico abstrayendo al tiempo resulta de no concebir premura en la llegada porque nunca jamás eligió un atajo.
Si destrozarse es una forma de arte, sin objeción posible, ella en sí misma es su gran obra maestra.
»Les feuilles mortes, Músicos callejeros.