Enfilo el pasillo en cuanto advierto tu presencia.
Sé que ha sido un día duro, de interminable pose personificando ese extraordinario estilo de vida de hombre triunfador sabedor de aquello que ambiciona a cada instante y experto en cómo ha de conquistarlo. De esencia desenfadada y vagar solitario.
Acorto la distancia que nos separa y me detengo frente a tu impasible figura. Estás rígido. De sobra sé que no dirás nada. No importa, no hace falta.
Acomodo mis manos al nudo de tu corbata y con delicadeza lo aflojo.
Con atención desabrocho los primeros botones de tu camisa conforme simultáneamente se desvanecen una a una las preocupaciones que asedian tu pensamiento.
—Cariño, ¿qué tal el día? —te complace escuchar de mi voz mientras emprendo un lento viaje por tu granítico torso porque es lo que más anhelas siempre que vuelves a cas…
—Disculpe, ¿sería tan amable de dejar de manosear al maniquí y hacer el favor de abandonar el establecimiento lo antes posible?
Qué alegría Catilinaria al volver a casa y encontrarme con tu nuevo espacio y más con esta true story que ha mejorado mi llegada… ¡y no sabes cómo!
Ni me imagino la cara que pudo poner la dependienta del establecimiento al contemplar tal escena, pero qué falta de sentido del humor ¿no?, tampoco es para tanto, ni que la protagonista de tu historia le hubiese arrancado una mano al maniquí o se hubiese puesto a bailar como una posesa al grito de ¡agaporniiii!, por ejemplo.
No sé por qué he pensado en ese gran establecimiento de cierto y famoso corte, en el que los dependientes te censuran con la mirada si te empiezas a probar gorras para cuando seas capitán de un barco, o no dan con el precio de unas zapatillas de moda… chungo, chungo…
En fin… ¡qué bueno volver a casa y encontrarte!
Pequeña agaporni, alegría la que me despierta su fiel compaña tanto en esta, su casa, como en las correrías junto con la otra cómplice bailonga. ¡Menudo día! Vaya, vaya vergüenza ajena, oígame bien, pero todo sea por instruirla (con su caso práctico inclusive) en la importancia de cómo atender a tu hombre a su llegada al hogar familiar tras una afanosa jornada laboral y así jamás, nunca, verse sola. Qué otra cosa no, pero ser mi persona una erudita de esto tampoco.
En fin… parece que esto va en serio y retorno a la blogosfera, no sé, a ver cuánto me dura esta vez. Mientras tanto, deleitemos lo absurdo del momento, ¿no?