Vaya, menuda noche.
Poco podía figurarme que lo acaecido aconteciera tal que así y, muchísimos menos, que todo se originase hace escasos días justo en el preciso instante en que nuestras miradas se entrecruzaran por primera vez.
Hace escasos días que nuestras existencias se encontraron sin buscarse tras extinguirse los fuegos artificiales inaugurando los festejos de donde resido. Una mirada perdida entre el gentío y ahí estaba él, un tipo duro con ínfulas de príncipe inglés, de ésos que no despilfarran sonrisas por doquier tan elegante y tan urbano que soportaba su cometido estoicamente. Me otorgó unos segundos y jamás nunca nadie despertó en mí tantas sensaciones ni con tanto ímpetu ni con tanta presteza.
Aún no sé muy bien cómo, pero la oportunidad que nos prestaba el respiro de sus quehaceres la colmábamos de charla y risas apurando los días que le mantuviesen por aquí antes de retomar su camino. Y así pues, me vi embarcada en este embrollo de la noche de hoy.
La historia era que la persona de mí debía reemplazar a su colega de faena, mientras ésta era tratada de epicondilitis ocasionada por el buen desempeño de su cargo. La actividad laboral en cuestión no era otra que abastecer de escobazos a los usuarios de la atracción ferial La línea férrea de la bruja ataviada con la indumentaria oportuna que da nombre a la susodicha. Algo aparentemente sencillo de no ser porque al no disponer de tiempo para ensayar mi actuación, no calculé debidamente el vigor con el que propinaba los impactos y aticé algo más fuerte a un señor. El que no se lo pensó dos veces, saltó del convoy en marcha y me increpó y se desquitó entre improperios y golpes.
Fallidamente intenté hacerme la muerta y cuando estimé que casi lo estaba, lejanamente percibí como él se abría paso entre el tropel allí interesado. Me alzó entre sus brazos y en un casi minúsculo murmullo me susurro: “No dejaré que nadie te arrincone, Baby”. Favoreciéndome su confinidad inspiré profundamente el suave aroma que desprendía su piel, olía a tesón y lealtad, a tardes de domingo, a esa libertad que únicamente concede el no deber nada a nadie y supe que jamás volvería a ser la misma.
Una vez lejos del tumulto me dispuso en el suelo y tras verificar que me encontraba casi en perfecto estado y aún disponía de la destreza de echar un pie tras el otro, nos dirigimos sin pausa pero sin prisas hacia donde tenía lugar la intervención de su compañera. La que, para sorpresa de ambos y coronar una gran noche, se había intricado ya que se trataba de una cita clandestina de práctica algo ilícita en manos de un medicastro del tres al cuarto como corolario de los rollos ésos de autónomos o no sé qué.
En tal tesitura y siendo mi progenitor el médico del pueblo, no titubeé ni un instante y fui en su auxilio para que socorriera aquel estropicio. El que satisfizo de modo ilustre dando muestras de su pericia, además de dejar constancia de su desacuerdo con nuestro modus operandi, de mis nuevas compañías y su pertinente rapapolvo con decepción incluida hacia mi persona.